domingo, 19 de diciembre de 2010

Domingo al mediodía.

No sé que hora es. Juntando mis dedos presiono suavemente las yemas contra mis ojos y me quito la mugre de las pestañas. Cierro los ojos y los abro con deseos de ver algo nuevo. Nada. El mismo techo, la misma cama, las mismas cortinas amarillas, el mismo acolchado color baige con botones marrones, el mismo desorden. Y a mi lado una figura inútil, que yace desparramada soñando vaya a uno a saber qué.
Con movimientos bruscos, alargo mi brazo para buscar en la mesa mi celular. Luego de tres intentos mi mano lo encuentra. Son la 13hs, sin embargo pareciera que fueran recién las 10. ¡Qué agotada me siento! Ni siquiera puedo realizar el acto de acordarme que hice ayer a la noche antes de caer dormida. ¿Por qué me encuentro a esta hora en mi cama junto a alguien que apenas conozco? Me aburro de lo monótono.
Me levanto, me siento al borde de la cama y observo con detenimiento que por debajo de las cortinas se puede ver la luz del día. No me inspira nada. Los pocos pajaros que cantan casi ni te invitan a salir. Que paisaje tan triste dibujo en mi mente. Depresión.
Apoyo mi cara en mis manos, mis brazos sobre mi piernas y las piernas sobre la cama. El juego de luces es tan sombrío, simulan un ambiente de poca vida. Parece todo iluminado por bujías. Pienso, recuerdo, siento que en épocas anteriores esto me sería totalmente trivial. Pero hoy no, hoy es diferente. Me siento parte de una pintura pesarosa, el que retrata mi imagen debe de estar escuchando a John Coltraine.
Mundana, afligida, somnolienta y asqueda me muestro ante el cuerpo que sigue durmiendo a mi lado, un domingo al mediodía. ¡Dios que detesto los domingos! Es como si tuvieras que rendirle cuentas a alguien por algún pecado cometido.

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